Si el futuro es el que retratan las encuestas de las últimas semanas y el ánimo colectivo del cuchicheo atronador que circunnavega el globo mediático del país, pronto Chile será gobernado por un presidente sin partido. Evidentemente, la respuesta inmediata podría ser que Sichel ha sido oficiosamente respaldado por una buena parte de Renovación Nacional desde hace meses y Boric es un miembro destacado de Convergencia Social. También se le podría agregar un “¿para qué los partidos?”, cuando cae la probabilidad de votar a Yasna Provoste cada vez que se pronuncian las dramáticas y alicaídas iniciales “DC”. Sea como fuere, ni Sebastián ni Gabriel gozan del respaldo de una considerable orgánica partidista, lo que debería alertarnos sobre la capacidad de ambos para formar un gobierno futuro, por un lado, y mantener un fluido vínculo con los representantes de sus colores políticos en el Parlamento, por otro. Es por ello que podemos finalizar teniendo un Gobierno sin poder, o un gobernante sin capacidad de ejercer su función directora. En sí mismo puede parecer que esto no es malo, y que estas personas son más confiables que los partidos existentes, pero gobernar con mayúsculas es una función de orgánicas partidistas, y en un escenario convulso como el presente se podría fácilmente argumentar que incluso ellos no son suficientes y se requiere más penetración en la sociedad civil.
De la denominada crisis de representación, del declive de los partidos políticos, de la desconfianza en las instituciones podemos estar pasando, quizás inadvertidamente y en un ambiente entre festivo y desconcertante, a un levantamiento de ídolos. Alejados de la creencia en el Estado, ponemos énfasis en las virtudes de una persona, francamente desconociendo que la estamos elevando a una altura moral en donde el político-líder es intercambiado por un ideal de dimensión descomunal. No me cabe duda de que esto le sucede mucho más a la figura del Frente Amplio que a Sichel, siendo el segundo un candidato instrumental en medio de la catástrofe de la derecha, a la que siempre une más el dinero que cualquier lazo personal o relato de país. Por tanto, no es Boric sino el “bien” o la “igualdad”. Construido con tal perfeccionismo imposible de alcanzar, la caída de sus estatuas y la rotura de sus retratos no es difícil de predecir para un período próximo posterior a su asiento como dignatario en La Moneda. El ídolo se destruye a través de la exposición a la crítica, y un gobierno que depende de dicho tipo de gobierno carismático, con débiles bases partidistas, parece más un gigante con los pies de barro que una pequeña planta resistente debido a sus profundas raíces. Al nuevo gobierno se lo puede llevar el viento mediático de la denuncia a la misma velocidad que se gana una elección de manera inesperada.
Como lo pensábamos hasta ahora, y nadie dice que en adelante vaya a ser diferente, el arte de gobernar depende de mantener el equilibrio en los apoyos, el respaldo de mayorías y la eficacia de la disciplina partidaria con un contenido basado en un programa primero electoral y después de gobierno. Tanto si el ejecutivo era de derechas como de izquierdas, hasta ahora se podían predecir las intenciones futuras de forma bastante razonable, sin ser adivino o chamán. A diferencia de este escenario de “la vieja política”, los presidentes sin partido deberán gobernar en minoría de facto y por definición, es decir, sin disciplina partidaria en el Congreso, haciendo imprevisibles los contenidos legislativos, los que deberán ser producidos en base a nuevos equilibrios cuyas líneas programáticas deberán ser revisadas, redefinidas o simplemente creadas en cada momento. En esta medida, los presidentes sin partido se parecen a mandatarios sin futuro o a gobernantes sin el poder de hacer lo que alguna vez prometieran desde su sitial de ídolos a punto de caer.
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