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Las palabras matan

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Las palabras no son inocentes, las palabras matan. Me repetía esto el profesor que me introdujo al mundo de la bioética, mundo que encuentro fascinante, ya que hace “práctica” a la filosofía. Las nociones de “persona”, “ser vivo”, “ser humano” son la demostración de ello. Las discusiones sobre el aborto y la eutanasia lo han demostrado con mucha fuerza: se puede descartar a un embrión humano si es que “todavía no es persona”, afirman algunos; se puede provocar la muerte de un enfermo si es que “ya no es persona” o “si esa vida no es vida”, dicen otros. 

Para emprender un análisis filosófico más serio –cosa que, en el debate público se echa de menos, muy a menudo– hay que distinguir los niveles de la argumentación. Hay un sentido biológico de vida –y, aún más, de vida humana– que es indiscutible, y que se refiere a las propiedades de un cierto organismo que pertenece a la especie Homo Sapiens Sapiens. En este sentido, una vida humana es una vida propia de ese organismo. Así, no hay ser humano vivo que no tenga vida humana. Desde el momento de su concepción hasta su muerte –con todos los problemas que puedan existir para determinar el momento preciso de esa muerte, pero aquí habría que argumentar mucho más– el ser humano tiene vida humana. A nivel biológico no caben dudas. Así, quitar la vida de ese ser humano (con el aborto, por ejemplo) corresponde a terminar con una vida humana. Y esto es cierto en cualquier momento y en cualquier fase de la vida de ese ser humano: cuando es embrión, feto, niño, adolescente, adulto, o anciano. Terminar con la vida de un adulto humano es lo mismo que terminar con la vida de un feto: se está quitando la vida de un ser humano. 

Si todo esto parece tan sencillo, ¿por qué, entonces, se dan todos estos debates, con referencia al aborto y la eutanasia, tal como estamos viendo en estos días, en que se acaba de rechazar y archivar el proyecto de aborto libre?

Porque hay otro sentido del concepto “vida humana”, más valorativo. La vida humana es tal cuando tiene una cierta dignidad, un cierto grado de desarrollo, cuando se reconoce como tal, cuando tiene ciertas propiedades, etc. Una intervención del 2016 del candidato a presidente Gabriel Boric en la Cámara de Diputados muestra muy bien este doble sentido del concepto “vida humana”. Afirmaba: “A diferencia de la derecha, en este proyecto nos declaramos radicalmente defensores de la vida, pero de una vida digna en la que todos nuestros derechos estén garantizados, seamos hombres o mujeres, sin subordinaciones al mercado”. En ese mismo momento, se declaraba a favor del proyecto de aborto en tres causales, así como hoy se declara a favor del proyecto de aborto libre –aunque se haya olvidado de votar para aprobarlo el pasado 30 de noviembre (gracias a Dios no tiene buena memoria, tanto con las cifras como con referencia a un proyecto que sería central en su programa de gobierno). 

Cabe entonces preguntarse: ¿a qué concepto de vida se refería el señor Boric, cuando se declaraba un radical defensor de la vida humana y, al mismo tiempo, sostenía el aborto? Seguramente, no de la vida biológica, porque sería un contrasentido. Se refería más bien al segundo concepto, es decir, el valorativo: “seamos hombres o mujeres”, tu vida es humana si cumple con algunas características. Ahí empiezan las posibilidades interpretativas –cosa que no pasa si defendemos un concepto “biológico” de vida humana. Es decir: una vida es humana si posee un cierto grado de desarrollo neuronal, una vida es humana si es reconocida como humana por parte de la madre, una vida es humana si es deseada, una vida es humana si vale la pena vivirla, una vida es humana si manifiesta algunas propiedades o características, etc.

Se entiende así por qué, a partir de este segundo concepto de “vida humana”, se puede justificar el aborto: el miembro de la especie Homo Sapiens Sapiens no siempre tiene una vida humana, argumentarían los que sostienen el aborto. Por eso se puede quitar esa vida sin ser discriminadores o sin “matar” a alguien, porque, en efecto, ese miembro de la especie Homo Sapiens Sapiens no es “un alguien”. Por esta misma razón, la diputada Maite Orsini, promotora del proyecto de aborto libre, pedía no llamar al feto “guagua” o hijo, porque no tendría nuestra misma vida humana, no sería “uno de nosotros”. 

Por eso mismo, el Diputado Boric sugería dar “un pequeño paso en la dirección de la igualdad”, sin caer en contradicción, desde su punto de vista. De hecho, allí no hay contradicción: la conclusión es consistente con las premisas. Si ese miembro de la especie Homo Sapiens Sapiens no es “un igual” como nosotros –a saber, los adultos con “vida humana”– no estaríamos discriminando a nadie. No estaríamos actuando en desmedro de la dignidad de nadie, porque ese embrión no sería un “alguien”. 

El punto es, entonces, si estamos dispuestos a aceptar las premisas de ese discurso, es decir, si estamos dispuestos a dividir a la familia humana en “miembros de la especie Homo Sapiens Sapiens con vida humana” y “miembros de la especie Homo Sapiens Sapiens sin vida humana”. Donde para vida humana entendemos también dignidad. Es decir, si queremos hacer de nuestro País la “casa de todos” –este es el lema de la constituyente– o la “casa de todos menos algunos”. El punto, en resumen, es si el concepto de dignidad –tan de moda en Chile– se refiere solo a algunos de los miembros de la familia humana, que queremos considerar como más “iguales” que “otros iguales”, o se refiere indiscriminadamente a todos los miembros. Tan sencillo como eso.1

Una última consideración, con referencia a la insubordinación al mercado por parte de los defensores del aborto, o al rechazo a la sumisión al “sistema neoliberal, que ha mercantilizado a las mujeres, bajo la premisa de maximizar utilidades”, como afirmaba siempre Boric en 2016. Un amigo filósofo italiano me decía: “no pelees públicamente sobre temas como el aborto o la eutanasia, porque cuando se aprueban esos proyectos, no se aprueban por razones filosóficas, sino por razones de mercado”. Es decir: de “intereses”. Tenía razón. 

De hecho, la única forma para defender la dignidad de la vida humana, es declararla como un “bien extra-mercado”, es decir, como algo que no cae bajo las mismas lógicas del mercado. Ojo: de toda vida humana, no solo de las mujeres (considerando, además, que buena parte de los embriones o fetos humanos son mujeres…). En este sentido, la vida de un miembro de la familia humana no se puede tocar, nunca. Volvemos así al punto anterior, es decir, si esos miembros son considerados como “iguales” o como “menos iguales”. Y si somos todos iguales, no se puede mercantilizar a ninguno de nosotros. Tampoco a los fetos o embriones humanos. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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