Hacer una pausa en el diario transitar y reflexionar, pensar, encontrarse, se ha vuelto una tarea más que necesaria, urgente. Un compromiso para poder asimilar lo que está pasando y qué rol asumimos en esta vorágine que ha puesto al mundo patas para arriba, llevando todo a una realidad nunca antes conocida (salvo en libros apocalípticos).
Esa mirada hacia adentro, hacia uno mismo, para poder vernos en esta nueva certeza que se ha vuelto la cotidianidad.
He aquí donde aparece la pandemia: una crisis que ha detenido el mundo, más allá de idiomas, razas, tradiciones, banderas y en la que cada uno ha vivenciado un cambio total en su vida, sus rutinas y costumbres, especialmente sociales. Un momento en el que nuestra agenda laboral comenzó a invadir los tiempos personales y familiares con tareas y reuniones, haciendo del día y la semana una unidad de medida insuficiente y acotada. Una realidad donde la única certeza es la incerteza y el ahora.
Esto ha implicado un caudal de emociones que nos asaltaron, evidenciando nuestra emocionalidad. Ya no podemos programar y vivir en la ansiedad del mañana ni quedarnos en la melancolía del ayer, pues todo pasa demasiado rápido y el ensamblaje de emociones nos recuerda que seguimos vivos y no hay minuto que perder. Incluso pues el ahora, los “ahoras” son lo único que tenemos y no podemos dejar que se nos escurran entre los dedos.
Entonces, nos abalanzamos a las redes, buscando recobrar el calor humano, la magia de la risa espontánea, el placer de las conversaciones casuales y la emoción de ese café compartido que ahora se traduce en un emoticón. Distancia social pero claramente no emocional. Más que nunca necesitamos esas redes, esa humanidad, que dan sentido a nuestro día a día, a aquello que por esencial es invisible a los ojos.
Estamos en un momento en que para nuestro bienestar requerimos volver a darle sentido a lo que somos y hacemos. Volver al origen, al núcleo, a uno mismo y a los tuyos. A algo como un turismo o viaje interior. Pero la complejidad de enfrentar ese tsunami emocional y saber gestionarlo es un gran desafío. Claramente, hemos sentido en lo más hondo: miedo, tristeza, pena, angustia, frustración, añoranza, desesperación.
Han salido al paso nuestras luces y sombras y todo ello con este cocktail emocional que –en instantes– nos deja perplejos y paraliza, o lleva a un desborde brutal. En las penumbras nos interceptaron emociones que teníamos tan subordinadas a lo urgente que llegamos a considerarlas accesorias, pero claramente eran todo menos eso. Así, esta pandemia nos hizo verlas, sentirlas e incluso llegar a tocar fondo de la mano de la tristeza para poder soltar. Soltar para levantarnos, para seguir, para persistir.
Es allí, en la crisis, en el dolor, donde surge la resiliencia. Un valor indispensable en los tiempos presentes. Un regalo que ha tomado el protagonismo y con toda razón. Pues la crisis está, llegó y se está quedando; pero es la oportunidad, nuestra alternativa, para hacer un alto en el camino, mirar qué hemos hecho, cómo hemos estado viviendo, cuáles han sido nuestras prioridades y decidir qué vida queremos vivir. Redescubrirnos, reinventarnos y volver a disfrutar lo que hacemos, darle pausa y saborear lentamente los momentos que nos alientan, aprender a escalar muros en lugar de llorar frente a ellos, tomándolos como obstáculos. Nutrirnos del milagro de lo divergente, y abordar la posibilidad a partir del nudo.
No significa que sea fácil, o que no reconozcamos su dificultad, sino solamente que decidimos crecer a partir de ella y vivirla desde la oportunidad y no la carencia.
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