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Antón, el buscador de cuerpos de Járkov

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Se trata de una búsqueda ingrata y siniestra, que hay que repetir una y otra vez porque “las tierras se mueven” y lo que no es visible un día, “a los siete meses” puede emerger. Hay que tomársela “con humor“, que “lo es todo” en la vida, circunstancia que no merma la importancia que conceden los propios hacedores a la tarea que cumplimentan.

Día sí y día también, Antón, miembro de la unidad J-9, huronea entre las posiciones que ocupó el Ejército ruso en los alrededores de Járkov durante el arranque de la guerra, cuando intentaron asediar a la segunda ciudad ucraniana, en busca principalmente de cadáveres o restos mortales de soldados “enemigos” para ser posteriormente intercambiados con Moscú, aunque también de locales capturados por las fuerzas ocupantes. Lo hace por razones “ecológicas”, para certificar un día ante la justicia internacional que Rusia es un “estado agresor” y “terrorista“, pero sobre todo conseguir que regresen al país y sean enterrados “en suelo ucraniano” con el debido honor y decoro, sus “amigos” y “compañeros de armas“.

El Mitsubishi Pajero con el volante a la derecha, circunstancia que revela el origen japonés del vehículo, avanza a trompicones por los caminos helados del bosque de Pitomnik, a una decena de kilómetros de la urbe en dirección norte. Llega un momento en que el follaje y los troncos caídos sobre la ruta imposibilitan el avance, obligando a Antón y a su equipo de dos ayudantes a proseguir el camino a pie. En ese momento, la misión se torna peligrosa, y ordena circular por sendas y rutas ya recorridas, siguiendo siempre las huellas dejadas en la nieve por el primero de la fila y sin alejarse ni un momento del grupo. Es la única garantía de que nadie dará un paso en falso y pisará una mina o un explosivo abandonado por los ocupantes en su retirada, en un lugar donde tuvo lugar, alrededor de la primavera pasada, “una violenta batalla“, explica.

En las pesquisas “nos guiamos por la información que nos han proporcionado los informadores, nuestra propia inteligencia, aunque también por el olor a muerto“, explica, mientras desentierra de entre la nieve los restos de un uniforme abandonado del Ejército ruso, y palpa en los bolsillos de su interior en busca de la identificación de su propietario. Preguntado sobre si no sería una buena idea emplear a perros rastreadores en los trabajos, Antón recurre al humor, y responde a la invectiva con una aguda chanza más propia de un tunante andaluz que de un personaje circunspecto nacido en el espacio exsoviético. “Carecemos de perros entrenados, y mi Bonifacio no es capaz de hacer este trabajo”, responde con sorna, mientras muestra una fotografía, almacenada en su teléfono móvil, de un perro Spitz de color blanco, su mascota de compañía, a todas luces inapropiada para la tarea que realiza el amo. La última ocasión en que desenterró a un muerto fue hace tres días, momento que ha inmortalizado también gracias a la cámara de su Smartphone.

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Mientras cava entre las trincheras hundidas por los bombardeos, mientras investiga con su linterna en los refugios subterráneos que abrieron las tropas rusas en su día, el buscador de cuerpos emite, casi sin querer, un grito en ruso, su lengua materna que, no obstante, prefiere no utilizar ante extranjeros. “¡Esto es interesante!”, exclama. De entre un agujero abierto en la nieve, extrae el chaleco congelado de un militar ruso, adornado con la cinta negra y naranja de San Jorge, un emblema prohibido en Ucrania que los militares y habitantes del vecino país suelen blandir durante sus celebraciones patrióticas.

Acto seguido, prosigue retirando la tierra helada y la nieve del agujero, ante la posibilidad de que pudiera encontrar restos humanos en ese mismo lugar. Y aunque finalmente el hallazgo no se confirma, de entre los bolsillos de la prenda extrae un puñado de pilas de la marca Energizer, eventualidad que le permite lanzar un nuevo sarcasmo, en esta ocasión sobre el pobre equipamiento de su enemigo: “estos rusos deberían llevar pilas Duracell; duran más”.

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