Durante años en Latinoamericanos hemos oído bromas acerca de la ingenuidad de los “gringos”. Aunque evidentemente reduccionista y satírico, desde niños vimos y oímos decir que “los gringos no entienden los chistes de doble sentido” y que su humor se reduce al “tortazo en la cara”. En nuestra infancia, de tanto en tanto vimos a un turista con short, calcetines blancos a media pierna y una gran cámara fotográfica en la mitad de la Plaza de Armas de cualquier pueblo, pero siempre a pleno sol. Con eso, todo nos quedaba confirmado.
Más allá de la evidente simpleza de la caricatura, quiero rescatar la buena fe y candidez de cualquier grupo social, que, por ejemplo, con gran convicción ha creído que puede disminuir el consumo de alcohol mediante la “Ley Seca” o que es posible ganar la guerra contra las drogas, después de una pesada evidencia de más de 40 años en contra, llena de muerte, destrucción y daño institucional.
Una prueba de que esta candidez no es patrimonio de nadie es que en ambientes nacionales cercanos podemos escuchar a madres, padres e incluso educadores, muy convencidos de que una de las causas profundas de la violencia son los videojuegos y las películas tipo Tarantino. O que la libertad de internet y la publicidad marcada con desnudos femeninos, estimulan la violación. Pero la evidencia muestra que la violencia y la psicopatía corren por carriles muy distintos. De hecho, ni Calígula, ni Hitler, ni Stalin –y un largo etcétera– necesitaron ver películas de guerra para convertirse en monstruos.
Para alcanzar a comprender los eventos de los últimos días en EE.UU. es necesario que se calmen los ánimos y pase algún tiempo. Aun así, creo posible esbozar algunas reflexiones. La primera y más obvia es que al mismo tiempo que muchas personas celebran y justifican las acciones de censura hacia Trump, una parte de sus seguidores vive el mismo hecho como un abuso, que generará impotencia y paranoia. Es decir, tendrá consecuencias materiales.
Sin redes sociales (por ahora), los censurados se agruparán en grupos más pequeños, donde la comunicación y la locura crecen con facilidad. Desde allí, un puñado ínfimo inflamará sus corazones y planificará “acciones heroicas”. Serán muy pocos. Pero un centenar de personas articuladas en esa lógica, ya es demasiado.
Habrá quienes digan también que todo esto tendrá cosas positivas. Habrá menos golpes de Estado en países bananeros. Se cuestionará el monopolio de las Big Tech, así como de su falta de regulación y, lo más importante, nacerán y se usarán medios alternativos.
Pero un porcentaje importante de la población permanecerá en el ánimo de los “cultos”. El primero, compuesto principalmente por clases populares blancas venidas a menos –blue collar/white trash– que actualmente glorifican a Trump, pero puede cambiar a cualquier otra figura, porque la energía está latente. Por otro lado, el “contraculto” (que también es un culto) que cuestiona con la misma pasión de quienes critican a cualquiera que cuestione su “encuadre del mundo”, y que dé cualquier señal de pertenecer al bando perdedor.
En suma, ambos grupos están poseídos por sus pasiones. Y esa dinámica puede llevarlos a una escalada de bandos de largo aliento y difícil de detener.
En algunos meses más, cuando las cosas estén más calmadas, deberemos hacer la única pregunta verdadera y, sobre todo, intentar responderla en forma honesta. ¿Cuáles fueron las fisuras que permitieron haber llegado a esto?
Estados Unidos ha sido siempre un país de grandes luces y sombras. Junto con su esplendor mercantil, ha sido una sociedad violenta, fragmentada, llena de odios soterrados. Aún hoy, los inmigrantes blancos no se relacionan con los afroamericanos y viceversa. Los ciudadanos de la costa desprecian a los del interior y viceversa. Y a miles de kilómetros de casa, los gobiernos mandan a matar y morir a jóvenes veinteañeros –generalmente latinos, afrodescendientes y de otras minorías empobrecidas– para defender la democracia y buscar bombas de destrucción masiva que jamás existieron.
No hay varita mágica para avanzar, pero al menos sabemos lo que no ha funcionado. Por ejemplo, décadas atrás se prohibió la palabra “neeger” y, pese a ello, el racismo no ha disminuido ni los afrodescendientes han visto cambiar sus condiciones de vida en forma significativa.
¿Por qué pasa esto en el país con más recursos económicos de la historia humana? Muy probablemente, la ingenuidad de que hablábamos al comenzar esta reflexión contenga buena parte de la respuesta. Si se quiere combatir el odio y las consecuencias del mismo (violencia, división, intolerancia), lo que debemos entender y trabajar es “el origen del odio”. No hay otro camino. La cancelación de las cuentas de Trump y de miles de sus partidarios, tiene la lógica del sofá de don Otto y puede incluso atizar la situación.
Las heridas de EE.UU. son mucho más antiguas y profundas y han sido maniacamente negadas a nivel de conciencia. ¿La razón? Muchas de ellas tienen que ver con ellos mismos, con lo más profundo de sus valores, formas de vida y, sobre todo, formas de ejercer el poder y relacionarse con los demás y con el mundo.
Sin hacerse cargo seriamente del “origen del odio”, de sus verdaderas causas, seguiremos viendo protestas y división, mentiras y muertes. Seguir en la dinámica de los bandos no contribuirá a dejar atrás la espiral del odio que, una vez encendido, es muy difícil de aplacar.
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