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“Me miraba, desafiante, mientras testificaba”

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Ahí estaba. Lo tenía a menos de tres metros de distancia, no lejos del estrado donde yo respondía, durante más de dos horas, a las detalladas, acusatorias y dirigidas preguntas que me planteaba Alicia Cook, ayudante del fiscal en el tribunal federal del distrito este de Virginia, en EEUU. Llevaba la cara y la boca cubiertas con una mascarilla, dejando ver a la concurrencia únicamente sus ojos, al igual que en Siria, cuando visitaba regularmente nuestra celda, enmascarado y en compañía de otros dos combatientes de Estado Islámico también originarios del Reino Unido. Vestía elegantemente, tal y como establecen los cánones de la justicia estadounidense para semejantes ocasiones, con una camisa blanca sin mácula y un pantalón negro. La única novedad que presentaba su apariencia exterior era una tupida barba, que rebosaba los márgenes del pedazo de tela quirúrgica con que ocultaba el rostro, además de unas ostentosas gafas que enmarcaban los órganos de la vista y que incluso le daban el aspecto de un intelectual árabe.

ElShafee ElSheikh, el tercer miembro de la célula responsable del secuestro de dos decenas de periodistas y cooperantes entre los años 2012 y 2014 en el país árabe y a la que apodamos en su día los Beatles por su tendencia a golpearnos en cada ocasión en que pisaban nuestra celda (en inglés, ‘to beat us up’), me mantuvo la mirada, desafiante, durante gran parte de mi testimonio. Parecía como si quisiera decirme, con su lenguaje corporal, que no se arrepentía de nada, que volvería a infligirnos las mismas torturas, a apalizarnos con la misma saña, a someternos a idénticas manipulaciones emocionales, propias de un individuo con trastornos de la personalidad. Un par de días antes de mi testimonio, el condenado incluso se permitió dedicar un breve saludo, sonriendo y arqueando las cejas, a Federico Motka, cooperante italiano con largos años de residencia en el mundo anglosajón, y prisionero especialmente odiado y golpeado por los tres secuestradores.

Una letanía del horror

Más que el habitual juicio estadounidense que vemos regularmente en las películas de Hollywood del género y en donde acusación y defensa pugnan de forma correosa por implantar su narrativa de los hechos en los cerebros de los miembros del jurado, la vista que ha tenido lugar durante las tres últimas semanas en Alexandria, en el norte del estado de Virginia, ha sido más bien una letanía del horror, donde uno por uno, los testigos llamados a declarar por la acusación desgranábamos escabrosos detalles de nuestro secuestro y confirmábamos que los tres Beatles se conocían desde hacía tiempo, actuaban como un equipo y compartían métodos y objetivos.

Se trataba, ante todo, de echar por tierra la última línea de defensa del acusado, quien aseguraba que solo se dedicaba a temas logísticos y de intendencia, que no era parte de la conspiración y que todo, desde los asesinatos hasta la planificación, fue obra de Mohamed Emwazi, el autor de las ejecuciones filmadas, abatido en un ataque con un avión no pilotado en 2015. Hasta tal punto los testimonios que iban desfilando por el estrado eran potentes y desgarradores que los abogados de la defensa nunca utilizaron su turno de preguntas con nosotros, los exrehenes, por temor a despertar la antipatía del jurado, manteniendo como único argumento en sus exposiciones iniciales y finales nuestra incapacidad para identificar físicamente a los secuestradores ya que en ningún momento les vimos las caras.

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Al margen de hacer justicia, la vista judicial ha tenido un efecto bálsamico y cicatrizador en las familias de mis compañeros británicos y estadounidenses asesinados en Siria. Desde el primer día, sus miembros han ocupado la mayoría de los asientos reservados al público, siguiendo al detalle todos y cada uno de los testimonios, sollozando cuando eran leídas las cartas escritas por sus hijos y amigos poco antes de morir, abarrotando un confortable hotel -aunque de desayunos deleznables- situado frente a la sede del tribunal. En estos días en EEUU, he podido ver reír a Marsha Mueller, madre de Kayla Mueller, una cooperante secuestrada por el grupo, violada reiteradamente por Abú Bakr al Bagdadi, el líder de Estado Islámico, antes de ser asesinada en circunstancias aún no aclaradas; he podido comprobar la satisfacción y el orgullo de Shirley y Art Sotloff, padres de Steven, mi mejor amigo entre el grupo de rehenes, cuando yo explicaba ante el tribunal que en ningún momento su hijo perdió la compostura y ni admitió ser de religión judía, pese a las palizas que recibía de los Beatles ante el resto de los rehenes para que confesara este extremo; he podido experimentar la infinita capacidad de perdón de Diane Foley, madre de James, primer rehén asesinado, quien logró, gracias a sus gestiones, que el Departamento de Justicia estadounidense retirara la petición de pena de muerte, facilitando a la postre la extradición a EEUU.

Y es que los sucesos de Siria, acaecidos hace ya ocho años, han unido para siempre a un heterogéneo grupo de personas cuyas trayectorias nunca debían haberse cruzado. Un abigarrado conglomerado humano formado por ciudadanos franceses, españoles, daneses, británicos, italianos o estadounidenses, de ideologías y procedencias diversas, y convertidos en algo parecido a una familia debido al que probablemente se ha convertido en el secuestro más mediático de la historia reciente.

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