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La historia tras los huevos de pascua más antiguos de Chile

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La receta de la felicidad, dice la ciencia, debe tener al menos una pizca de triptófano y otra de teobromina. Dos compuestos químicos presentes en el cacao –en el buen cacao– que le dan al cerebro ese empujoncito necesario para hacernos sentir que no importa qué tan malo sea el día: siempre, siempre habrá alguna pequeña razón para ser feliz.

Una razón que puede tener forma de chocolate macizo, de huevito de pascua, de bombón relleno de pasta de damasco turco y maní, de tabletas, de cuadraditos rellenos de trufa o coronados con nueces y almendras.

Una razón que hizo que Dos Castillos, la chocolatería más antigua de Chile, fundada en 1939 en pleno centro de Santiago, vendiera cajas y cajas de bombones durante la fase más dura de la pandemia como quien bebe agua en un día muy soleado.

La fábrica, instalada desde 2011 en una casona ubicada en el cordón industrial de Ñuñoa –antes estuvo en Providencia y, en sus comienzos, en calle Compañía–, no cerró ni una sola jornada durante el período más crítico de la crisis sanitaria, aun cuando una de las pizarras ubicadas en el salón de packaging del segundo piso –que lleva la cuenta de los pedidos por parte de empresas, que suponen aproximadamente dos tercios de la producción– estaba, literalmente, vacía.

En 1948 los Burg pudieron abrir su primera tienda, en calle Compañía, en el centro de Santiago.

En la pared del frente, la pizarra que llevaba las solicitudes de compra que comenzaron a llegar través de la página web de Dos Castillos se hizo chica, y las manos de las seis personas que se mantuvieron trabajando durante ese período, escasas.

-Durante la pandemia vendimos un 40% de la producción habitual; con nuestras tiendas cerradas y sin demanda de regalos corporativos, los únicos pedidos que llegaron por montones fueron los recibidos a través de la web” -cuenta Carolina Burg, de 50 años, nieta de Edith y Fritz Burg, un matrimonio alemán que llegó a Chile en junio de 1939 escapando de la Segunda Guerra Mundial, y que gracias a los cursos de chocolatería que habían hecho en Suiza comenzaron a ganarse la vida aquí abriendo su propia marca: Dos Castillos, actualmente la fábrica de chocolates más antigua de Chile luego de la desaparición de Hucke, fundada en 1932.

Ella está hoy está a cargo de la fábrica, aunque, en rigor, su turno en la dirección aún no llega: quien está a la cabeza es Claudio Burg, de 81 años, quien cada día aparece por la casa de Ñuñoa a cortar él mismo las trufas que rellenan algunos de los chocolates de Dos Castillos y a controlar que cada producto sea tal cual lo estableció la receta de sus padres.

En los últimos días el patriarca ha estado enfermo. Ausente, precisamente, en el período más álgido del año para Dos Castillos, junto con la Navidad y el Día de los Enamorados: la Pascua de Resurrección.

Carolina Burg, nieta de los fundadores de Dos Castillos, está tras la fábrica junto a su padre, Claudio Burg. Fotos: Mario Dávila.

–Se nos enfermó justo en la semana de más trabajo –se lamenta Soledad Troncoso, la jefa de producción y la trabajadora más antigua de Dos Castillos junto con Claudio Burg: hace 30 años entró lavando moldes y hoy está a la cabeza de un proceso que, cada mes, involucra la fabricación de productos que ocupan más de 300 kilos de cacao importado de Vietnam y Papúa Nueva Guinea –proveniente de granjas que comercializan bajo las leyes del comercio justo– , más chocolate belga.

Todavía hay algunos dulces, como unos huevos fritos de fondant, que solo Claudio Burg sabe cómo modelar a la perfección, asume Soledad Troncoso, mientras las cuatro trabajadoras-artesanas a cargo de envolver en papel de aluminio cada huevito de pascua que forma parte de la producción 2022 –Marta Hernández, Victoria Díaz, Lisbeth Rozas y Javiera Vásquez– se afanan en una labor tan delicada como importante. No por nada Dos Castillos fue la primera chocolatería en introducir la tradición de los huevitos de Pascua, que proviene a su vez de una fiesta de celebración pagana de Alemania. Mientras, en el área de moldeado, otros cuatro trabajadores –la misma Marta Hernández más Nicolás Leoz, Mario Veloso y Mairin Albornoz– se encargan de derretir y moldear cada chocolate a su temperatura justa, con la misma dedicación que si estuvieran esculpiendo una pequeña escultura.

La leyenda cuenta que, incluso, dos de los grandes dulces que se venden hoy en el mercado nacieron de recetas que inventaron los Burg y que, ingenuamente, compartieron con la competencia.

En Dos Castillos la premisa para cada una de ellas es esta: “Por tus ojos pasan cientos de chocolates al día, pero el cliente que los recibe ve solo el que hay en su caja. Por eso, cada uno debe ser único y hecho con cuidado, como una pequeña obra de arte”.

–El chocolate te da felicidad. Cuando te patean, ¿qué comes? Una caja de bombones –dice Carolina Burg.

Desde que empezaron a recibir pedidos online –gracias a la plataforma web y cuenta de Instagram que abrieron al comienzo del confinamiento–, también reciben cada día historias de amor, de rompimientos amorosos y de esperanzas de reencuentros camuflados entre pralinés y mazapanes. Soledad Troncoso cuenta que siempre se imaginan cómo habrá terminado cada una de esas historias e incluso, a veces, ellas mismas ayudan a escribir las cartas para las y los destinatarios de los chocolates.

Ahora, por los pasillos de Dos Castillos, todo es luz y colores; risas, huevitos y conejos. Pero no siempre fue así. Durante la pandemia, con el dinero justo para pagar sueldos y Claudio Burg obligado a confinarse, su hija Carolina pensó en cerrar todo.

Un día, con el ánimo por sueldo y las arcas apenas llenas para pagar una semana más de trabajo, recibió el encargo de un hombre de edad que les contaba que cada año, desde 1964, le regalaba una caja de chocolates a su esposa para celebrar su aniversario; ese 2020 no podía ser distinto. “¿Podrían enviarme una a mi casa, por favor?”.

Los alemanes Edith y Fritz Burg, fundadores de Dos Castillos, llegaron en 1939 a Chile escapando de la Segunda Guerra Mundial.

–Ese mensaje me dio impulso para seguir. No podía dejar que esto muriera. No podía dejar que el esfuerzo de mi oma y mi opa, que llegaron a Chile escapando de la guerra, que habían perdido a toda su familia en las cámaras de gas, se acabara así –recuerda su nieta.

Carolina Burg –que, dice, nació con un bombón debajo del brazo y de chica trabajaba poniendo las nueces y almendras que van sobre los bombones– llegó recién hace doce años a trabajar en la empresa familiar. Con estudios de marketing y finanzas, cuenta que una vez titulada se alejó de la empresa porque se dio cuenta de que todas sus ideas para innovar en la chocolatería tendrían un “no” como respuesta. “No me quería frustrar tan chica. ¿Quieres hacer algo nuevo? No. ¿Quieres cambiar el envase? No”, recuerda de esos tiempos.

A Dos Castillos volvió algo forzada, luego de que a su padre se le complicara el período de recuperación tras una cirugía. Empezó encargándose del área corporativa –que prepara regalos para empresas y eventos– pero poco a poco fue empapándose de todo el proceso al punto que renacieron en ellas sus ganas de innovar.

En todos estos años, eso sí, los cambios han sido pocos; muchos de ellos hechos mientras su padre ha estado fuera de la empresa, como cuando introdujo la línea vegana –a la que se dedica un día completo en la semana para que no se contamine con otros ingredientes– o como cuando hizo un pequeño cambio en el diseño de unos bombones –”muerta de miedo con la Sole, aunque solo introdujimos una rayita verde. Hay que pensar que nuestros compradores son personas con 50 años menos que mi papá”, cuenta entre risas.

A sus 81 años, Claudio Burg sigue haciendo él mismo varios de los bombones de Dos Castillos.

No es que cada modificación sea una pelea segura con su padre. Es solo que el patriarca es tradicional, estructurado y está convencido de esto: la sobrevivencia de Dos Castillos es gracias a que ha mantenido inalterable su sabor y calidad por más de 80 años. Ella, por su parte, sabe que parte de la sobrevivencia tiene que ver con adaptarse a los nuevos tiempos. Por eso ha podido digitalizar sus procesos, pero no cambiar mucho los chocolates. El último NO que recibió fue a una línea especialmente hecha para maridar bombones con distintas cepas de vino. Claudio Burg también, por cierto, se negó a incorporar una línea pensada en Haloween.

La que sí fue aceptada fue la línea Alquimia: bombones pintados a mano rellenos con mezclas de limón con pimienta negra, caramelo de lavanda, ganache de frambuesa y sauco y praliné de avellana con barquillo.

“Creo que siempre voy a respetar lo que (mi padre) quiere y cómo entiende el negocio, y yo lo seguiré llevando en mí como algo permanente”, dice Carolina Burg.

Cuando los Burg llegaron a Chile no tenían refrigerador donde guardar sus productos, por lo que Edith Burg hacía los chocolates de noche y al día siguiente salían a venderlos puerta a puerta. Carolina Burg no olvida jamás esa escena. Hoy, en Dos Castillos sigue todo siendo rigurosamente hecho a mano; es más: la única máquina industrial que hay en la fábrica, una bañadora que ella misma compró, no se usa porque a su padre no le gusta el acabado que deja.

Tampoco les interesa ser masivos: han rechazado varias veces el requerimiento de una gran cadena de supermercados de incorporarse a sus proveedores. Ni siquiera las crisis del 82 y la asiática los han hecho cambiar de opinión.

-Cuando tu papá ya no esté y tú sigas aquí, ya no vas a tener ninguna resistencia a incorporar cosas nuevas. ¿Has pensado en cómo será ese momento?

-Yo creo que él siempre va a estar. Creo que siempre voy a respetar lo que él quiere y cómo entiende el negocio, y yo lo seguiré llevando en mí como algo permanente. Cada paso que dé lo haré pensando en lo que le hubiera gustado a él. Tus ancestros se mantienen contigo por toda la vida. Díficil que me largue a hacer muchas otras cosas.

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