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La devastadora caída del mito

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Aung San Suu Kyi simboliza el devastador tránsito del mito a la política, de compartir mesa con Gandhi, Luther King y Mandela a defender un genocidio. A “La Dama” la han penalizado tanto sus errores como esa simplista visión de Occidente de la complejidad asiática. Su rostro de angulosa belleza es ubicuo en las calles birmanas, desde carteles y cuadros a recuerdos para turistas, firme aún como referente inmarchitable de un pueblo que le concedió más del 80 % de los votos en las últimas elecciones. Pero su aura en el resto del mundo no ha resistido su falta de contundencia o complicidad, según las fuentes, frente a las tropelías cometidas por el Ejército hacia la etnia musulmana rohinya.

Suu Kyi dinamitó dos años atrás lo que le quedaba de imagen en la Corte Internacional de La Haya que investigaba las oleadas represivas de 2016 y 2017 que mataron al menos a 10.000 rohinyas y empujaron a la diáspora a 700.000. Aludió al “sufrimiento” de los que huyeron hacia Bangladés sin aclarar que escapaban de la violencia militar ni identificarlos como rohinyas. Fue lo más cerca que estuvo de disculparse en un discurso que transitó por trillados terrenos negacionistas: las acusaciones sobre genocidio son “objetivamente engañosas” y el caso es “incompleto e incorrecto”. Es cierto que el mundo no entiende el embrollo étnico de un país cosido con frágiles hilos que exige mucho tacto para no airar a la mayoría budista, armado hasta los dientes y de pulsión guerrera. También es cierto que Suu Kyi carece de control sobre el Ejército a pesar del título de lideresa de facto que le confieren sus cargos de Estado y Ministra de Exteriores porque sus hijos extranjeros impiden la oficialidad de la presidencia. Pero nada explica su tibieza frente a lo que la ONU califica de “ejemplo de manual del genocidio” ni se corresponde a aquel “extraordinario ejemplo del poder de los que no tienen poder” que en 1991 justificó su Nobel de la Paz

15 años de reclusión forzosa

Suu Kyi es hija del general Aung San, un héroe nacional que en 1948 logró la independencia de Myanmar, entonces Birmania, de los ingleses. Estudió en Oxford y se casó con el académico británico Michael Aris. Su rutinaria vida de ama de casa cambió al regresar en 1988 a Rangún para visitar a su madree moribunda y encontrarse con el país levantado contra el Gobierno militar del dictador Ne Win. Las protestas acabarían aplastadas por los militares, en el poder desde 1962. Su bautismo político llegó un mes después ante una multitud de medio millón de birmanos frente a la pagoda Shwedagon de Rangún. Ahí prometió que no descansaría hasta que la democracia llegase a Myanmar. Su victoria aplastante en las elecciones de 1988 fue castigada por los militares con su primer arresto domiciliario y su leyenda no dejaría de crecer en las siguientes décadas.

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 “La Dama” fue la imprescindible figura mediática, atractiva e inmaculada que necesita Occidente para prestar atención a las desgracias de su patio trasero, reivindicada por U2 en sus conciertos y ensalzada como inspiración por Hillary Clinton. Durante sus quince años de reclusión forzosa coleccionó galardones: el Nobel de la Paz, el Premio de Sajarov, la Medalla de la Libertad estadounidense… 

Hoy las organizaciones de derechos humanos le retiran los honores, los políticos la rehuyen y las ciudades esconden sus placas y estatuas. Suu Kyi ha acabado en el paquete de Obama, Arafat, Rabin y otros Nobel de la Paz más ocupados en la cínica política que en los derechos humanos. 

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