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La caída de Mariúpol no cambia la guerra

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Vladímir Putin dispone, por fin, de algo asimilable a un triunfo: la rendición del último foco de resistencia en la planta siderúrgica de Avozstal, que permite a Rusia asegurarse el control completo de Mariúpol y culminar la conexión del Donbás con la península de Crimea. El acuerdo lleva a los combatientes que deponen las armas a territorio controlado por el invasor, pero permite manejar a Volodímir Zelenski una variable: retiene a una cantidad indeterminada de soldados rusos, lo que le posibilitará seguramente concretar un intercambio de prisioneros y, solo quizá, evitar las represalias rusas sobre los combatientes ucranianos que Moscú tendrá la tentación de negarse a tratar como prisioneros de guerra. Al mismo tiempo, permite al presidente de Ucrania sintonizar con un número cada vez mayor de voces que reclamaban, una vez conseguido el objetivo de retener durante más de dos meses numerosas fuerzas rusas, una rendición que detuviera la matanza. Más de 80 días de resistencia permiten bajar el pabellón en la ciudad sitiada sin dejar de alimentar la política de las emociones con la exaltación del empeño heroico de los últimos resistentes.

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Que Rusia haya logrado controlar la costa del mar de Azov después de una larga y sangrienta batalla de desgaste no debe impedir, por lo demás, que ambos bandos se sumerjan en un baño de realismo que active alguna forma de negociación para detener los combates. Porque parece cierto que ni Rusia está en condiciones de lograr el éxito vaticinado el 24 de febrero ni Ucrania puede confiar en la victoria final por más que la propaganda la mencione como algo al alcance de sus posibilidades. Cuanto más se prolongue la guerra, y cada día son más los analistas que temen tal cosa, mayor será la desolación, mayores serán los riesgos de escalada y de mayor envergadura será la ruina económica.

Para el bloque occidental, el desenlace del asedio de Mariúpol no debe caer en saco roto: la ayuda enorme dispensada hasta la fecha al Ejército ucraniano es efectiva, ha servido para que Rusia limite al este de Ucrania sus objetivos y puede facilitar algún avance significativo, como los vistos estos días al norte de Járkov, pero no permite vislumbrar en el horizonte del conflicto la derrota de Rusia. Cuando el presidente de Francia, Emmanuel Macron, declara que el régimen ucraniano acaso debe considerar qué concesiones territoriales está dispuesto a aceptar no hace más que sacar consecuencias lógicas de los datos objetivos de la crisis, que apenas han cambiado con el precio pagado por Rusia para hacerse con Mariúpol. Y tales datos se resumen en dos: Vladímir Putin no ordenará el alto el fuego hasta que pueda cantar victoria, siquiera sea limitada y en medio de un paisaje en ruinas, y la OTAN nunca dará un paso que el presidente ruso pueda interpretar como una participación directa en la guerra. Como tantas veces en política, la partida se juega con las cartas marcadas.

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