Me pasa con cierta frecuencia. Estoy hablando con mi pareja, quizá contándole algo que me ha ocurrido a lo largo del día, y me quedo en blanco. Una vibración repentina del móvil, un wasap que irrumpe en la pantalla pidiendo ser respondido ya o el recuerdo repentino de algo que olvidé que tenía que recordar. Me quedo sin palabras, balbuceo, miro a la estantería, miro al plato, miro al infinito. “No sé qué te estaba diciendo”.
Fíjense si tengo problemas de memoria, que es posible que esto ya lo haya contado en otro artículo. Es probable, de hecho, que ya haya escrito esta columna. No hay problema. Ni recuerdo haberlo hecho ni usted recordará haberla leído.
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Si hubiese que redefinir el infierno en pleno siglo XXI, sería un lugar en el que uno nunca termina de responder mensajes de WhatsApp. Cuando por fin ha contestado todos los mensajes pendientes, tiene que volver a empezar, porque la bandeja de entrada se ha vuelto a llenar. Somos el Sísifo moderno, que tenía que empujar sin parar una piedra cuesta arriba, condenado a que se le cayese al pie de la montaña cuando iba a llegar a la cima.
A veces, tengo la sensación de que mi principal tarea diaria es responder mensajes y reaccionar a estímulos, y que el escaso tiempo libre que me queda lo dedico a mi trabajo, a mis personas queridas y mis aficiones. Que he venido a este planeta a escribir ‘OK’ y poner emojis de manos con el pulgar hacia arriba.
Hay quien se ha dado por vencido de intentar leer. Saben que no serían capaces
Habrá quien diga que, en realidad, responder mensajes es trabajar o conectar con tus seres queridos, algo que podemos hacer con más facilidad ahora. Pero hay algo funcionarial en nuestras formas de comunicación moderna que hace que parezcan una obligación. El infierno es un lugar donde no puedes quedar con nadie cara a cara porque tienes que responder wasaps en tu casa. Son una fuente de ansiedad más, una demanda continua de nuestra atención, como tener constantemente a alguien dándote golpecitos en el hombro para que te haga caso.
Ese alguien puede ser cualquiera. En mi bandeja de entrada de WhatsApp se reúnen amigos, compañeros, jefes, novia, familiares cercanos, familiares lejanos, mi pobre madre preguntándome qué tal estoy y recibiendo un seco “bien”, un señor de una agencia de comunicación que quiere venderme algo, un sociólogo, un experto en retretes, otro sociólogo, el grupo de amigos, el grupo de enemigos, un grupo en el que alguien me metió pero ahora estaría feo salirse, otra señora que quiere venderme algo. Estoy hasta yo mismo, porque utilizo WhatsApp para apuntarme las cosas de las que me voy a olvidar. WhatsApp es el mejor invento de la humanidad, y, por lo tanto, el peor.
No dejo de escuchar a la gente quejarse de lo mucho que le cuesta concentrarse. Algunos consideran que son secuelas del covid o de alguna enfermedad grave, otros sueltan un “no sé dónde tengo la cabeza”, “ay, qué despistado soy”, “es que voy como loco”. Otros, directamente, han dejado de intentar leer libros. Se han dado por vencidos. Saben que enfrentarse al reto de pasar una hora focalizados en un puñado de páginas tan solo les recordará que han perdido esa capacidad.
Sospecho que la mayoría de casos responden a lo mismo: vivimos en una guerra silenciosa por nuestro tiempo y la estamos perdiendo. La principal víctima es nuestra capacidad de concentración y, con ella, la memoria, la posibilidad de disfrutar de lo que antes nos llenaba, la tranquilidad, el raciocinio, poder valorar los pros y las contras de algo con la cabeza fría. No es solo que no tengamos tiempo para nada, sino que, cuando hacemos algo, lo hacemos corriendo, de manera superficial, para terminar cuanto antes y poder tachar todas las cosas posibles de nuestra lista.
Como el tiempo es escaso, la única forma de dilatarlo es reduciendo nuestra atención
Hay una guerra por nuestro tiempo porque es el bien más valioso que existe. Ni el talento ni el esfuerzo ni las materias más preciadas ni la tecnología más avanzada valen nada sin tiempo. El problema es que todos perdemos el tiempo, y solicitamos el de los demás sin calcular las consecuencias. El trabajo, los amigos, la familia, pero, sobre todo, todas esas empresas que reclaman continuamente nuestra atención porque es la base de su negocio. Como dijo Reed Hastings, CEO de Netflix, su principal competencia no son otras plataformas, sino nuestro sueño.
Como el tiempo es limitado, la única manera de dilatarlo es renunciando a nuestra atención, dispersándonos.
Poder concentrarse durante horas en una única actividad es caro. Pronto será un lujo.
El mundo superficial
Si viaja en metro, se dará cuenta de que cada vez hay más ancianos y embarazadas de pie, sin que nadie les ceda el asiento. No es que seamos más maleducados, como lamentarían los apocalípticos, es que simplemente no levantamos la cabeza del móvil. Somos incapaces de ver la realidad que nos rodea, incluso la más inmediata.
Esto está provocando que nuestra relación con el mundo sea cada vez más superficial. Como me contaba recientemente Kyle Chayka, autor de ‘Desear menos. Vivir con el minimalismo’ (Gatopardo), gran parte de los productos culturales modernos como las películas o las series están pensados para que puedas desconectar en cualquier momento sin perderte nada, cuando no directamente para verse con el móvil en la mano. Como el ritmo frenético del trabajo, parte de la idea de que tenemos que hacer muchas cosas al mismo tiempo, aunque las hagamos todas mal.
Nuestro estado mental ya no es el de una sucesión de concentraciones y momentos de dispersión, sino un continuo estado de letargo al que nos conduce vivir bombardeados de estímulos. Todo nos llama la atención con la misma intensidad con la que lo vamos a olvidar. Uno sabe cómo va a terminar la canción con escuchar apenas 20 segundos; los puentes, esos momentos de ruptura después del segundo estribillo que caracterizaron la época dorada del pop, han desaparecido. La música suena fantástica de fondo, pero, si le prestas atención, es inaguantable. Es como acercarse tanto a un cuadro que solo ves los brochazos, no las figuras.
Podemos hablar con cualquier persona, pero no podemos acceder realmente a ella
En esa nebulosa en la que flotamos, todo está disponible, pero, al mismo tiempo, parece más inaccesible que nunca. Podemos escribirle un wasap a cualquier persona, pero nos resulta más difícil que nunca hablar con ella; tenemos millones de canciones a nuestra disposición, pero, cuando empezamos a escuchar una, ya estamos pensando en la siguiente; compramos más libros de los que podemos leer. Toda nuestra agenda de contactos está disponible todo el tiempo en cualquier lugar, y esa es la maldición: podemos reclamar la atención de cualquier persona en cualquier momento, pero nunca podemos acceder realmente a ellas.
Hace unas semanas, el columnista Jason Gay explicaba en ‘The Wall Street Journal’ que se había unido al club de las cuatro de la mañana. Se levantaba a esa hora porque, a partir del mediodía, su cerebro era papilla y le resulta imposible trabajar por la noche, pero, sobre todo, porque es el único momento en el que el mundo y su cabeza están en silencio. Era el único instante en el que de verdad podía concentrarse, cuando podía trabajar.
Lo que Gay hace es robarle tiempo al sueño, es decir, a su salud y bienestar, para poder ser uno mismo. Paradójicamente, solo sentimos que somos verdaderamente nosotros cuando nadie más nos mira, cuando nada nos interrumpe, en los contados momentos en los que podemos parar y dejar de hacer para ser. Madrugar para trabajar es también la mejor muestra de que Netflix ha ganado la batalla a nuestro sueño.
En la batalla por nuestra atención, las actividades que requieren concentración cada vez son más difíciles de realizar y, como me comentaba recientemente el psiquiatra Mark Rego, las personas que triunfen no serán las inteligentes, sino las que puedan concentrarse. Añado: la posibilidad de focalizarse en algo se convertirá por ello mismo en un privilegio, algo reservado a aquellos que pueden permitirse tardar más de dos horas en responder un mensaje.
Mi refugio, mis cuatro de la mañana en silencio es el Metro de Madrid, paradójicamente. Mientras todo el mundo mira sus móviles, no me importa pasar una hora en el transporte público con la única condición de no prestar atención al móvil. A esa hora, la gente aún no ha despertado, no ha empezado el frenesí y el teléfono no vibra demasiado, así que puedo limitarme a perder la mirada en el horizonte mientras escucho música y, esta vez sí, concentrarme. Es ahí donde se me ocurre lo que cuento en estas columnas. Un lujo a punto de extinguirse, la última trinchera donde nadie puede robarme mi tiempo, porque soy yo el que ha decidido perderlo.