“No hay más capacidad” dice un comentario en emol sobre la crisis migratoria. El contexto es la resistencia de Claudio Orrego frente a distribuir a los migrantes en distintas partes del país. Vemos a los migrantes como un cacho el cual pasarse. Como ese juego de niños en que uno se va pasando una bomba imaginaria que en algún momento va a estallar. Tal como estalló en Iquique. Los candidatos presidenciales hablan de cuidar las fronteras. Comienzan con un gesto empático hacia personas—personas, recordemos—cuyas pertenencias fueron destrozadas, para luego girarse hacia el control de la “migración legal y ordenada”. Sólo con Boric se ve un intento de algo más creativo con los albergues. Que pena por los migrantes, dicen, no es su culpa traer este mal. Pero mal es, dicen. Ese es el discurso en el que estamos atascados: la migración como un mal con el cual debemos convivir. Por un extremo (Kast), expulsémoslos. Por el extremo empático, una cruz que tenemos que llevar.
Digámoslo fuerte y claro: la migración no es un mal. Ni para el país ni para los migrantes. Chile es un país de oportunidades. Para los migrantes es un nuevo comienzo. Es verguenza nacional que los migrantes haitianos se vayan de Chile a EEUU. Si nos vemos sobrepasados es porque no lo hemos canalizado bien.
Hace un tiempo estaba leyendo unas National Geographic de hace 70 años, de los primeros años de posguerra. Un artículo hablaba de la migración en Australia. Tras la amenaza japonesa de la guerra, dándose cuenta que el país no tenía suficiente gente para defenderse, el gobierno australiano impulsaba una fuerte migración. Antiguamente habían priorizado la migración británica. Ahora se abrían a migrantes italianos, polacos, judíos, rusos. Aún eurocéntrico, por cierto, pero mucho más diverso. Y había miedo a esa diversidad. A gente distinta, con otro idioma, otra religión, otra cultura política, comidas raras. A cargo de gestionar esa inmigración crearon un Ministerio para la Inmigración. No un Ministerio de Fronteras, de Seguridad, de Control Migratorio. Un Ministerio para fomentar la inmigración. Distribuían migrantes a lo largo del país. Les entregaban oportunidades, rumbo. Hogares. Créditos. Váyase a habitar a este pueblo lejano. No se quede en Sydney o Melbourne. Pueble.
Chile en alguna época tuvo algo similar, con el Ministerio de Tierras y Colonización. Sin duda pecaba de eurocentrismo y fue dañino para muchos pueblos originarios. Pero lo que se puede rescatar es el impulso de fomentar la oportunidad humana y, además, de descentralizar. En EEUU algunos analistas han propuesto una visa especial de oportunidades para zonas deprimidas. Sería fácil migrar y te ayudarían a encontrar trabajo con tal que trabajes en una zona que necesita gente, algún lugar del Midwest o del sur, por un par de años. Nos falta creatividad. Nos falta cambiar el enfoque. La migración no es un problema que debemos solucionar. Es una oportunidad que debemos canalizar.
Chile tiene 25 personas por kilómetro cuadrado. En las regiones más densas, como Valparaíso, O’Higgins, o Bio Bío, vemos densidad de 111, 64, y 56 personas por kilómetro cuadrado respectivamente. Los Lagos, con ciudades importantes como Puerto Montt u Osorno, tiene sólo 17. Los países de Europa no son buena comparación, con su alto porcentaje de tierra cultivable y pocos rincones naturales vírgenes. Oscilan entre 111 (Francia) y sobre 400 (Holanda). California, donde estoy actualmente, es una mejor comparación. Tiene al igual que Chile grandes montañas, un valle central agrícola mediterraneo, extensos bosques nativos, y zonas desérticas. Y su densidad es de 97 habitantes por kilómetro cuadrado. Cuatro veces lo nuestro. Casi el doble del valle central chileno. Más de 40 millones de habitantes. Tienen sus problemas, por cierto: incendios forestales, altos costos de vivienda. Pero esa diversidad e inclusión también les da un motor de innovación y creatividad que es la envidia del mundo.
Espacio nos sobra. Chile podría fácilmente duplicar su población si lo hacemos con ideas frescas. Es cosa de viajar por Chile para verlo. Hace un tiempo hice un viaje en bicicleta desde Santiago a Talca. En bicicleta se ven varios detalles que no ves en bus, auto, o avión. Te alejas de las carreteras que concentran pueblos y población. Y ves que hay mucho por donde construir. Grandes zonas vacías. En Puerto Varas, donde estoy construyendo una casa, hay mucha demanda por parcelas, por habitar. Se ha llenado de proyectos inmobiliarios. Pero priorizamos un crecimiento ciego, sin tejido social. No hay nuevos centros, nuevas plazas, nuevas municipalidades ni liceos. Hasta hace no tanto tiempo sí lo hacíamos. Coyhaique se fundó en 1929, el mismo año que nació mi abuelo.
El lado conservador tiene obvios problemas con una política pro-inmigrante. Quiere conservar las cosas como están. Por el lado progresista también hay pausa. Debemos cuidar más la naturaleza, enfocarnos menos en crecimiento burdo y más en sustentabilidad. Estoy de acuerdo, pero nuevamente ahí pecamos de falta de imaginación. ¿Por qué no construir nuevas ciudades eco-amigables? Con energías renovables desde un inicio. Orientadas hacia la caminata y la bicicleta. Con sistemas de reciclaje y reutilización. Con enormes parques de bosques nativos. Trenes a otras ciudades. Una densidad balanceada. Es difícil que los chilenos se vayan de las ciudades establecidas donde tienen redes familiares y arraigo cultural. Para los migrantes puede ser más fácil moverse. Y pronto se crearía un nuevo espíritu de creación. Un círculo virtuoso. Los mismos chilenos nos podríamos contagiar de eso.
El siglo XXI está lleno de oportunidades. No puede ser que veamos todo con miedo.
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