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¡Es la política, estúpido!

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En una columna titulada “¡No es el régimen de gobierno, estúpido!, el abogado Francisco Orrego sostiene, de forma radicalmente taxativa, que el término anticipado del mandato presidencial y parlamentario vigente sería un atentado contra el régimen democrático e implicaría la materialización de un golpe institucional, como en Perú, “sin precedentes bajo la actual Constitución”.

Los argumentos entregados por Orrego se orientan a la reivindicación de las “tradiciones republicanas” y a la defensa de la estabilidad institucional, asegurando que una acción de ese tipo profundizaría la crisis de gobernabilidad. Además, asegura que el sistema presidencial estaría enraizado en nuestra “historia e idiosincrasia criolla”, idea que nos sugiere la apelación trascendente a una esencia o carácter inmodificable de una cultura nacional que, dicho sea de paso, posteriormente le quita méritos a su intento de proponernos una “explicación multicausal” de la crisis.

De hecho, dirá que nuestro régimen presidencial se arraiga en “una invariable tradición republicana y constitucional”, aludiendo a las constituciones de 1833 y 1925, elementos que, sin embargo, no coinciden cuando señala que los derrocamientos de autoridades no tienen precedentes bajo la actual Constitución.

La historia oficial está llena de olvidos y silenciamientos. Pero lo que no puede pasarse por alto dada su contingencia, es que uno de los motivos por el cual la sociedad chilena ha decidido mayoritariamente terminar con la actual Constitución, es precisamente por aquello que los constitucionalistas denominan “ilegitimidad de origen”, en la medida que se trata de una Carta Magna implementada a través de una dictadura cívico-militar, una de las más sangrientas del Cono Sur.

Sí hay precedentes, entonces, de “golpes” en la Constitución de 1980. Por eso es tan relevante reconocer que la dictadura no se aleja del modelo presidencial, sino que, por el contrario, hasta lo refuerza. Es decir, el presidencialismo no tiene como condición sine qua non la democracia, y los propios argumentos del columnista dan cuenta de aquello, reconociendo que esa institución ha sido capaz de sobreponerse a las crisis políticas a institucionales que nos han afectado.

Habría que esperar una explicación consistente sobre eso que llama “las tradiciones”, pues en el modo en que se expone el argumento, se da por supuesto algo que debería ser fundamentado, en la medida que si el análisis es histórico no puede sostenerse sobre elementos metafísicos.

Finalmente, también en la línea de las “soluciones ideales”, considera que la clave estaría en la duración del periodo presidencial (y la no reelección inmediata), arguyendo que cuatro años es un plazo insuficiente “para hacer grandes transformaciones de largo plazo y desarrollar políticas de Estado”. En este cruce arbitrario de variables, la disminución del periodo presidencial de seis a cuatro años habría deteriorado la “calidad de la política”, obligando a los presidentes a la contingencia de corto plazo, que se solucionaría extendiendo su periodo, pero, a la luz de la experiencia ¿qué tan cierto es eso?

Se trata de una explicación reduccionista y cuantitativa, y no multicausal, que pasa totalmente por alto elementos como (por ejemplo) el presentismo (Hartog, 2007), régimen de historicidad que remite a una forma de percibir la experiencia condicionada por la inmediatez, y donde los mercados financieros tienen mucha relevancia, pero también las transformaciones en el ámbito del desarrollo tecnológico que determinan, a su vez, la ineficacia de los poderes públicos, su lentitud y entorpecimiento.

Con todo ello, pretender que el problema de la política se asocia a las características del sistema electoral (que es un tema que más bien preocupa a los partidos) o a la duración de los periodos presidenciales, es no entender (o haber renunciado a entender) el fondo del asunto. Es sostener que la fórmula está en el orden de los cálculos: ¡pero ese es el problema!

Ahora bien, la representación institucional, tal como la conocemos, probablemente no dejará de existir, pero sin una profundización de la democracia (es decir una radicalización), lo cual implica adaptarnos a nuevas modalidades de la participación popular (que para los sectores conservadores pueden ser entendidas como síntomas de inestabilidad institucional), no hay chance de que las condiciones de desafección que tanto preocupan a algunos puedan cambiar en el mediano plazo.

La vida ciudadana está también empobrecida por las características del sistema político, más allá de si es parlamentario o presidencial. Instituciones que, articuladas en torno a la figura sagrada del Presidente de la República, por décadas han dado la espalda a la sociedad, y han asegurado la preciada estabilidad institucional al costo de la exclusión del pueblo chileno. Por eso es que interrogar esas tradiciones nos vendría bien, porque en una de esas son ellas también parte del problema.

Porque la política no necesita de calidad (eso corresponde a los mercados), sino que necesita densidad, es decir pensamiento, reflexión, crítica, y no solo cálculo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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