La fila de automóviles es infinita y, mientras la nieve cae, serpentea por las carreteras secundarias que desde Bila Tserkva pasan por Kazatin, en dirección de Vinnitsia, en Ucrania. Los que llevan hijos a bordo incluso han pegado a las ventanillas letreros de cartón con la palabra dytyny en ucraniano y detka en ruso, que quiere decir niño, con la esperanza de que sea disuasorio en caso de ataque ruso. El objetivo es llegar a salvo a ciudades como Lviv, Termópolis y Rivne, en el oeste del país. Creen que es aquí, donde muchos tienen amigos y familiares, donde pueden esperar a que la rabia bélica se apague.
No quieren irse de Ucrania. O no pueden. Muchas son familias de desplazados bien vestidos y con niños pequeños, ancianos y mujeres, que van acompañados por uno o dos hombres en edad laboral. Estos últimos, sin embargo, tienen prohibido abandonar el país, tal y como lo estableció el Gobierno ucraniano poco después de que hace diez días estallara la guerra. Por ello también algunos ni saben bien qué hacer, adónde ir. Están desorientados, y aún no han asimilado completamente lo que ha ocurrido en un abrir y cerrar de ojos. Como el marido de Elena, que la única arma que ha empuñado en la vida es el teclado de un ordenador.
“Mi marido quería quedarse en Kiev, pero lo obligué a acompañarme al oeste. ¿Qué puede hacer él? ¡Es informático!”, dice, con énfasis y, a la vez, con una lógica que desarma. “No sé bien qué haremos una vez llegados. Él dice que quiere regresar a Kiev y ayudar. Pero no sé si lo dejaré ir, me da mucho miedo”, dice la mujer, hablando con el castellano que aprendió estudiando en la ciudad española de Santander. “Tal vez vayamos a España. ¿Nos quieren allí?”, añade.
El viaje no es fácil. Atascos de horas rodean las principales ciudades y aldeas rurales en el camino; para sortear el tiempo, se habla por teléfono y se busca la última hora en los grupos de mensajería instantánea y en los medios. Y cuando se avanza a paso de tortuga, alguno adelanta por el carril que va en el otro sentido para avanzar más rápido y, en un checkpoint, un miliciano empieza a gritar. La tensión sube, la confusión, también.
Solo 20 euros de gasolina
Los más impacientes, bajan de los automóviles y fuman sus cigarrillos electrónicos. Una madre abraza a una niña con ropa de esquiar, otra mujer, una rubia de no más de 50 años, pasea a su mascota, un perro juguetón que le hace pegar un susto al acercarse demasiado al carril por el que otros vehículos están circulando en sentido inverso. Una anciana, que se sostiene con un bastón, pide la llave del baño de una estación de servicio que deja cargar solo 20 euros de gasolina. Otro lee la noticia de que, en Bila Tserkva, donde durmió la noche anterior, acaba de sufrir el fuego de la artillería rusa. Y que a Zhitómir, donde hay un aeropuerto, también le ha tocado.
La eventual apertura de unos corredores humanitarios para permitir la evacuación de los civiles, es lo que ha puesto en ruta a gran parte de esta marea humana de centenares de miles de desafortunados. No han esperado ni a que hubiese un anuncio definitivo, han emprendido el camino en cuanto se supo que las negociaciones entre Kiev y Moscú se habían reanudado, sin saber ni hasta dónde podrían llegar o en cuánto tiempo, ni por dónde se abrirían estas vías de salida seguras.
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“El viaje nos están dejando exhaustos. El viaje se nos ha hecho larguísimo”, cuenta Mariia, originaria de la bombardeada Chernigov y madre de dos niños en edad infantil. “Dinero tenemos. El problema es que no siempre sirve en estos casos”, reflexiona.
Cuando faltan pocas horas para que anochezca y entre en vigor el toque de queda, encontrar un hotel también es una odisea. La mayoría de las habitaciones ya están ocupadas, y solo quedan las más caras, para aquellos que pueden permitírselas. “¿Cómo lo conseguimos? Miramos en Google Maps”, explica Sergei, el marido de Tatiana, al señalar un hotel de lujo ubicado cerca del pintoresco pueblo de Holovchyntsi. “Pasaremos allí la noche. Mañana el día será de nuevo muy largo”, concluye.