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Educación 2040

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Opinar de educación es siempre intenso. Todos nos sentimos con derecho a decir algo, en parte porque prácticamente todos tuvimos vivencias relacionadas con nuestro paso por las aulas o las tenemos a través de nuestros hijos e hijas. Por esto que, seguramente, es desde lo que han sido nuestras vivencias y probablemente desde las de nuestros cercanos, hemos escuchado e interpretado la consigna en más de una ocasión: Educación Pública, Gratuita y de Calidad.

Ésta incorpora tres ámbitos, muy diferentes cada uno: la esfera de lo público, lo relacionado con el financiamiento, y aquello de su valoración crítica. Son aspectos de gran envergadura, lo que hace de este un problema, uno de grandes proporciones al incorporar desde cada uno de ellos, elementos que tensionan la reflexión, sobre todo por la componente de subjetividad que cada agente puede transferirle al debate.

El año 2008 se presentó una propuesta bastante rupturista para los cánones de la época: el Manifiesto de la iniciativa Educación 2020 (para quienes no lo recuerden, ese era el nombre), la cual era contundente y concisa: “El 20% más pobre de los estudiantes tendrá la misma calidad de educación que el 20% más rico en el año 2020”, dándose para ello un plazo de 12 años, advirtiendo que este era un plazo mínimo dada la envergadura de la iniciativa y las acciones a emprender. La iniciativa entonces se refería, en términos conceptuales, a educación de calidad, no necesariamente de un carácter público, no necesariamente a su gratuidad. Desde este punto de vista, la calidad trascendía sobre los otros dos ámbitos al posicionarse como objetivo estratégico nacional, y los otros como partes o insumos del proceso o camino necesario para su materialización. Además, decía las cosas con un modo políticamente incorrecto para esos tiempos, comenzando por declarar que “la calidad de nuestra educación es una vergüenza nacional”.

El manifiesto releva una obviedad abismal e incómoda: el camino hacia la calidad requiere de un esfuerzo enorme y sistemático de todos los agentes involucrados, una buena dosis de autocrítica, decisiones incómodas, recursos para propósitos definidos, medidas de efectividad, y un alto grado de altruismo y sacrificio pensando en quienes, finalmente, debieran ser los beneficiarios directos de este esfuerzo: los y las estudiantes, entendidos como los sujetos de derecho contra quienes debiera realizarse el juicio crítico de efectividad de las medidas que resulten.

Hubo avances, proporcionalmente cada vez menores, en el presupuesto de educación, aunque no del orden de recursos que solicitaba el manifiesto (mil millones de dólares anuales adicionales). El balance entre las diferentes prioridades país y un erario nacional finito tensionará siempre este ámbito, aunque los resultados SIMCE no son aun alentadores.

Otro avance importante fue la promulgación de la Ley 20.903 el año 2016, que establece el llamado Sistema de Desarrollo Profesional Docente. La Ley fue presa de su optimismo en las exigencias de puntaje de admisión de las pedagogías, ya que el tiempo mostró que esos requisitos estaban significando una merma importante en la cantidad de ingresos a las pedagogías. Difícil problema aquel de aunar la búsqueda de excelencia en la selección con la masiva necesidad de contar con profesores en el país. Chile no cuenta con mecanismos habilitantes del ejercicio profesional docente como varios países de la OCDE, así que el tema tiene igual una incidencia mayor, sobre todo teniendo en cuenta la abundancia de los programas de formación pedagógica, las debilidades en la formación y la distribución desigual en la inserción al mundo laboral.

El manifiesto proponía también “disponer de una evaluación docente inequívoca y transparente”, aspecto que toca directamente la validez y confiabilidad de aquellos instrumentos que se construyan para medir este constructo de competencia docente. La prueba Inicia debutaba ese mismo año, con el propósito de fortalecer la Formación Inicial Docente. Actualmente, la Ley 20.903 establece la denominada Evaluación Nacional Diagnóstica (END), que tiene carácter obligatorio, ya que es un requisito para la titulación, aunque el resultado obtenido no tiene consecuencias ni barreras de entrada para la vida laboral.

Independientemente de las mejoras que puedan tener los instrumentos y propósitos que se desarrollen, en algún momento habrá que resolver sobre el alcance y uso de ellos, y de las acciones frente a los buenos y malos resultados. Los profesores son los profesionales de la educación, y es absolutamente esperable que al igual que en todas las profesiones, existan casos críticos. ¿Qué hacer con un profesor que resulta mal evaluado? Darle oportunidades de mejorar, apoyarlo y guiarlo quizá con buenos ejemplos, tutorías o mentorías. ¿Qué hacer si el problema persiste? en algún momento, habrá que recordar la incidencia de un mal profesor sobre las generaciones de estudiantes con los que interactúa, y tomar decisiones a los sujetos de derecho de formación de calidad.

¿Pero quién evalúa o habilita al “formador de formadores”? Gran parte de la calidad humana y profesional de los futuros maestros y maestras se forma en la Universidad, y aunque nadie dude de los valores misionales de gran parte de las instituciones que ofrecen formación pedagógica, parece pertinente preocuparse de resguardar este hecho. Este es un tema muy complicado, ya que tensiona las responsabilidades propias de una estrategia nacional (recordemos, educación de calidad), frente a la fundamental autonomía universitaria. Ciertamente, podría esperarse que la obligatoriedad de las acreditaciones de las pedagogías incidiera en la calidad de estos formadores de formadores, pero nuevamente, los criterios de selección, ingreso y evaluación de estos formadores de profesores residen bajo la exclusiva autonomía de las Universidades. ¿Cómo se podría demostrar competencia de estos profesionales? Se podría, por ejemplo, solicitar cierto nivel de logro en las mismas pruebas de Conocimientos Específicos y/o Pedagógicos de los futuros profesores para poder guiar memorias de título o hacer cursos de perfeccionamiento. Por cierto, este hecho se tensiona con la masiva necesidad de contar con profesores en el país, pero no es menos cierto que a diferencia de la responsabilidad individual en el docente en ejercicio, la responsabilidad en la calidad docente está algo diluida dentro de la Universidad.

Pensar en el 2040 parece lejano. 2040 son casi 5 gobiernos, y nadie podría adivinar el color político imperante de ese momento histórico, que se adjudicará el crédito o descrédito del juicio sobre los avances en educación, y que tendrá la misión de hacer conciencia que este es un estado deseable y que, por lo tanto, es necesario monitorearlo y mantenerlo con esfuerzo. Hubo un tiempo en que Chile “pensaba con la calculadora en mano” para la selección de fútbol, hasta que se cambió la óptica gracias a un trabajo y la identificación de personas adecuadas. De la misma manera, acá con mayor razón es necesario olvidar la calculadora por el bien común, por la trascendencia, y por lo que será la sociedad de un mundo globalizado. Hay suficiente evidencia respecto de lo que puede significar para el desarrollo de un país el tener y mantener una educación de calidad. Sería muy bienvenido una versión 2021 de aquél manifiesto para posicionar de manera crítica la ruta a emprender en pos de una educación de calidad, para todos y todas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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