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Crisis migratoria: fundamentos históricos racistas

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Las horrorosas imágenes del desalojo de cientos de inmigrantes de la plaza Brasil en Iquique parecen una lamentable reproducción a escala de las migraciones forzadas. Una población reunida accidentalmente en un territorio, fuerzas externas que empujan a abandonar dicho territorio, cuerpos anónimos situados en la ilegalidad y la ausencia de derechos. Con dos o tres oraciones las redes sociales niegan que quienes ingresan al país sin poder ceñirse a la (cuestionable) ley migratoria sean personas sujetos de derecho. El uso de migrantes y delincuentes como sinónimos se vuelve parte del sentido común, tal como el maniqueísmo que distingue entre migrantes buenos y malos, legales e ilegales, trabajadores y flojos, aprovechadores y honrados. En el corazón de estas prácticas xenófobas y racistas, materializadas en el hashtag #NoMásInmigrantes, se ubica nuestra construcción de la ciudadanía nacional. Por lo tanto, la inmigración, en tanto el reverso de la ciudadanía, nos recuerda que esta última se ha transformado en un criterio para definir lo humano.

La ciudadanía moderna que otorga derechos implica la distinción de quienes legítimamente recibirían tales derechos. En el proceso de construcción del Estado-nación en Chile, esta clasificación fue debatida entre liberales. A mediados del siglo XIX, intelectuales como Vicente López y Domingo Sarmiento rechazaban la pertenencia de los pueblos indígenas a la comunidad nacional y, por tanto, negaban la posibilidad de que devengan ciudadanos y ciudadanas. Al contrario, los hermanos Amunátegui y José Victorino Lastarria defendían la inclusión de algunas poblaciones indígenas como parte de la nación, pues podrían llegar a ser ciudadanos y ciudadanas legítimas en la medida en que fueran escolarizados. Más allá de las diferencias entre ambas posturas, la definición de quiénes son (potencialmente) ciudadanos y quiénes son construidos como ajenos a la nación produce determinados límites sobre lo humano.

En el centro de ambas posturas está la noción de raza. Mientras para unos la raza chilena no debía incluir a las poblaciones indígenas, para otros estas eran parte fundacional de la nación chilena. La racialización como procedimiento para definir la ciudadanía, y los derechos que otorga, atraviesa nuestra construcción histórica de la ciudadanía. Serán ciudadanas y ciudadanos quienes sean parte de una raza constitutiva de lo nacional. Por el contrario, quienes no se ajusten a tales parámetros racializados, no solo serán inmigrantes sino también “racialmente inferiores”, “subhumanos”, “barbarie”, “poblaciones incivilizadas” o “no-humanos”. El rechazo a las y los migrantes está fundado en un rechazo racial, un rechazo que no solo deshumaniza sino que niega a priori que esas personas sean humanas en territorio nacional.

Antes que negar la preocupación de quienes viven en Iquique, y otros lugares, y las condiciones de vida de quienes migran a Chile, vale la pena explorar las razones más profundas de esa preocupación. Si la inmigración es un problema, entonces debemos preguntarnos cómo llegó a ser definida como tal. Es menester mirar críticamente el modo en que se ha construido la ciudadanía y la inmigración en Chile, principalmente desde la educación. Pensamos que estas consideraciones ético-políticas deben entrar en la educación ciudadana. En lugar de reproducir prácticas curriculares y pedagógicas que naturalizan la separación entre ciudadanos-humanos e inmigrantes-no-humanos, debemos fomentar que en las escuelas se discuta, por ejemplo, por qué los colonos españoles no son definidos como inmigrantes en los programas de estudio. Quizá de esa forma podamos dar un paso para reconocer cómo la ciudadanía y la nacionalidad han sido construidos históricamente sobre la exclusión de humanos como no-humanos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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