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Cómo la pandemia desnudó nuestra vulnerable existencia contemporánea

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En medio de la pandemia, muchos expertos han apuntado la directa relación existente entre el estrés, miedo, incertidumbre y confinamiento producidos por la Covid-19 y el aumento de las tasas de depresión y suicidio. Si bien estas últimas dos son multifactoriales, es decir, que pueden producirse por una mezcla diversa de factores, todo parece apuntar a que este es solamente un ejemplo entre muchos de cómo nuestra cultura occidental contemporánea no nos prepara para conversar con nosotros mismos; la dificultad de sobrellevar estos niveles de estrés y confinamiento se sigue de la falta del cultivo espiritual y humano a costa de sobrevivir en la rutina neoliberal contemporánea de occidente.

Han quedado al desnudo dos hechos que aparentan una contradicción absoluta, pero que se develaron simultáneamente como resultados de las mismas causas: no sabemos hablar con nosotros mismos, sobrevivir con nuestras propias existencias, pero tampoco empatizar políticamente como sujetos democráticos con aquello que no pertenece a nuestra tribu. Se ha desnudado que, luego de miles de años de la que ilusamente creíamos era una trascendente evolución, el ser humano todavía no puede abandonar su ego político; que lo existente fuera de su hogar no solo como espacio físico, sino también psicológico, en realidad nunca fue una instancia de paz y esparcimiento social gregario, sino una ejecución de cultura de la utilidad que en medio de su –camuflada– neutralidad, soñábamos con convertir en paz cívica y democracia. Pero la paz cívica y la democracia no existen si el sujeto no es capaz de relegar su ego y transar sobre la misma mesa, con el mismo tablero y siguiendo las mismas reglas del juego con otros distintos a él. Como mecanismo de defensa para existir en una relación forzosa con la otredad, nos vimos obligados a disimular que podíamos entendernos políticamente y que sabíamos qué queríamos de nuestra propia humanidad.

Por el otro lado, y como consecuencia de estas mismas causas (la falta del cultivo espiritual y el exceso del ego político) se descubre ante nuestros ojos que una vez que se nos ha confinado con nuestras propias existencias, lo político se ha relegado fuera del hogar, forzando el diálogo con nuestra propia humanidad. Esto ha sido profundamente hostil para nuestras mentes porque nos ha obligado a entablar una relación directa con nuestro “Yo” que nunca antes habíamos realizado en la vida; un diálogo alejado de la utilidad, del mercadeo y de las luces de selfies y likes en redes sociales.

Si efectivamente el ser humano hubiese abandonado su ego político, entonces sobrevivir con facilidad hablándonos a diario en medio del confinamiento no debería ser tan difícil como en realidad es. Todo indicaría que deberíamos ser capaces de conversar con nosotros mismos, pero, ¿qué encontramos? Vacío. Nos hemos vaciado del cultivo interno. Esto ha ocurrido porque en realidad nunca tuvimos el tiempo de llenarnos a nosotros mismos con algo más que la satisfacción de imágenes, símbolos y representaciones que pudiesen distraernos mientras vivíamos en lo cotidiano, tal como lo haría un pasajero en medio de un tren que solamente espera llegar a su mortal e irremediable destino. Fueron estas imágenes las que defendimos como creencias en lo público y político. Sin embargo, ellas no provenían desde nada trascendente, sino de meros espejismos impulsados por nuestro propio ego. El mismo que solamente nos sirvió de escudo para evadirnos y evitar todas las preguntas existenciales; el virus nos mostró el poder de sentirnos en constante peligro de muerte. El virus nos hizo mortales. Pese a que morirnos siempre es una posibilidad, el virus la mostró como un riesgo vivo y latente. Y con el espasmo de la muerte, se nos hizo inevitable la incertidumbre de la vida y nuestras razones de existencia.

La lección que debe quedarnos es pesimista, pero bastante relevante: somos seres de la supervivencia. En eso, no nos diferenciamos tan generosamente como creíamos de un mono o un tigre. El contraste entre dos animales luchando por sobrevivir y dos seres humanos entendiéndose políticamente en lo público es mucho más sutil de lo que pensamos. Solamente nos hacemos libres cuando han desaparecido todos nuestros miedos. Esa libertad es la que empleamos cuando decimos que la democracia nos hace libres, pero ignoramos que en realidad lo cotidiano nos ha hecho olvidar que realmente tenemos más dudas que respuestas, y que es la rutina de la utilidad la que nos ha salvado de encontrarnos con nuestro “Yo” y el barranco de preguntas sin solución frente a nosotros.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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